Desde los siglos luminosos y profundos del Medioevo se eleva ese “Dies irae, dies illa” que, en la Misa tradicional por los difuntos, traspasa el corazón y las mentes, justo antes de la lectura del Evangelio según Juan. “Yo soy la Resurrección y la Vida”, dice en la perícopa evangélica el Hijo de Dios a Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro. “El que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Le contestó: Sí, Señor, yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo”.
La dulzura majestuosa del diálogo transcrito por San Juan puede ser comprendida sólo en el contrapunto del rigor visionario con el que Tomás de Celano describe aquel “Dies irae” que “solvet seculum in favilla: teste David cum Sibilla”, aquel día de la ira que disolverá el siglo en llamas, como atestiguan David y la Sibila. Cuando el Juez vendrá en el temblor del mundo y la muerte y la naturaleza se asombrarán por el resurgir de toda criatura.
Es ésta la verdadera misericordia que la Iglesia tiene el deber de llevar al mundo: enseñar la dulzura de un Dios enternecido ante la muerte del amigo del que será, en el día del juicio, juez justo e inflexible. La Misa tradicional por los fieles difuntos lo recuerda en cada momento, reiterando aquel “requiem eternam dona eis, Domine” que vuela hacia el cielo desde los corazones y las mentes conscientes de estar sólo momentáneamente en esta orilla.
La mañana del 12 de marzo de 2014, en el entierro de Mario Palmaro, este ligazón invisible e invencible entre los vivos y los muertos, entre ésta y la otra orilla, tomó forma en el nítido y luminoso rigor de una Misa como las que se celebraban en los tiempos civilizados. Cantada en latín, con sacerdote, diácono, subdiácono y ministros vueltos hacia Dios, según el rito que no se deja violentar por los sentimientos y los protagonismos.
Mario se había preparado desde el momento en que los técnicos de la medicina, constituidos por el siglo en sacerdotes suyos, le dijeron que no tenía escapatoria. También el siglo tiene sus liturgias, reflejos de matemáticas rigurosas que, a diferencia de las celestiales, no conocen la esperanza. Por esto, pensó inmediatamente en el epílogo terrenal, que hubiera tenido que ser tan luminoso como para vencer los inexorables ritos mundanos. E hizo de cada día de su enfermedad el paso de un solemne proceder litúrgico hacia el éxito final.
Se dirigió hacia el sacrificio como el sacerdote que desde la sacristía se encamina hacia el altar para celebrar la Misa en la que prestará su cuerpo a Cristo en la Cruz. Primero con una cierta vacilación, y luego con una levedad que poco tenía de terrenal, Mario dio a sus gestos, a sus pensamientos, a las oraciones de sus últimos dos años un rasgo nítidamente ritual. Lo cual no significa álgido formalismo, sino adoración de la grandeza infinita de Dios y, por ende, dócil sumisión a su voluntad. Es por eso que su Calvario ha sido tan sereno y tan edificante para todos los que, aunque sólo por un rato, han entrado en contacto con él.
Mario se preparaba a morir y los que le querían se preparaban a acompañarlo a la muerte. Sin decírnoslo, lo hemos hecho desde el momento en el que me telefoneó para decirme que ya no había nada que hacer, excepto un milagro. Pero una cosa es prepararse a acompañar a tu más grande amigo a la muerte, y otra muy distinta es encaminarse dócilmente a morir: el Señor pide siempre al mejor el sacrificio más grande.
Imperceptiblemente a los ojos del siglo y de tantos católicos, la vida de Mario se convirtió en la de un monje y su casa, a pesar de estar llena de llamadas telefónicas, visitas y tareas cotidianas, se transformó en un pequeño cenobio. Este padre de familia, con mujer y cuatro hijos, repitió en su vida cotidiana lo que hace ya mil quinientos años se había manifestado en el genio religioso de San Benito. El santo de la Regla diseñó un itinerario de santidad que prescribe los modos y los tiempos, incluso del más pequeño gesto, en la oración, en el trabajo, en el descanso, en el recreo, confiriendo a todo ello un significado ulterior. En el mismo modo, Mario salvó las cosas, los gestos y las palabras de su vida cotidiana del abandono al siglo, para hacer de ellas algo sagrado, el signo de que su casa se regularía hasta el final según la voluntad del Cielo.
Así empezó a prestar a las realidades una atención que no era sólo de este mundo y se manifestaba en la forma de un candor cada vez más inatacable. “La atención —escribe Cristina Campo [la escritora y traductora italiana que fue uno de los cofundadores de la primera asociación de católicos tradicionalistas Una Voce]— es el único camino hacia lo inexpresable, la única vía hacia el misterio. En efecto, está sólidamente anclada en la realidad, y sólo a través de alusiones escondidas en la realidad, el misterio se manifiesta. (…) Ante la realidad la imaginación retrocede. La atención, sin embargo, la penetra, directamente como símbolo”.
Esta atención hacia la realidad, convertida casi en devoción, llevaba a Mario a hablar también de su enfermedad y de sus inevitables efectos con un distanciamiento incomprensible para la mayoría. Para sacar provecho de ello, hacía falta captar la raíz de esta actitud en la capacidad de leer en cualquier suceso de la vida diseños que son celestiales y que, por lo tanto, deben ser aceptados. Cuanto más se acercaba el fin, más era posible atisbar en su mirada unos dardos de este don. “Estos relámpagos —escribe también Cristina Campo— no son más que aquella chispa (de origen y naturaleza cada vez más misteriosas cuanto más nos es facilitada la clave de cada cosa) que solicita y prepara la atención: como el pararrayos con el rayo, como la oración con el milagro, como la búsqueda de una rima con la inspiración que justo de esa rima podrá brotar.”
El rayo, el milagro, la inspiración brotada de una rima se manifestaban en la muchas llamadas telefónicas que nos intercambiábamos todos los días, en un desgarrador “Hoy estoy contento porque…”. “Hola Mario, ¿cómo estás?”, “Hoy estoy contento porque…”. Estaba contento por cada cosa, cada evento, cada pensamiento que tuviera tan sólo una migaja de importancia. Porque descansaba un poco de la quimioterapia, porque las llagas de los pies y de las manos le infligían algo menos de tribulación, porque su mujer Annamaria le había preparado esa tal receta que tanto le gustaba. Veinte días antes de su muerte, en la consueta llamada telefónica de las nueve de la mañana, estaba contento porque había encontrado a un hospicio que lo acompañaría en la terapia del dolor en casa. “Así ya no debo ir al hospital y no molesto a Annamaria. Estoy de verdad contento”. Estoy de verdad contento: y era la certificación de que, en poco tiempo, según la visión humana, todo habría acabado.
El ojo profano no podía verlo y el cerebro mundano no podía comprenderlo, pero todos esos “Hoy estoy contento porque…” eran como los paramentos con lo que el sacerdote se viste para entrar en el combate de la Misa, como los paños bordados que cubren las Sagradas Especies. Velos que la depravación ilustrada, penetrada también dentro de la Iglesia, considera como un obstáculo para la inteligencia, y que, sin embargo, son lo que dan a lo invisible una forma capaz de mostrar al hombre lo que de otro modo no podría percibir.
Y cada día de este Calvario se ha transformado en un paso consciente, aceptado y agradecido hacia el sacrificio. Cada vez más ligero y celestial, como promete el inicio de la Misa que Mario amaba y que había conseguido que se celebrara en Monza, muy cerca de su casa: “Introibo ad altare Dei. Ad Deum qui laetificat iuventutem meam”. Mientras que a los ojos de los hombres su cuerpo envejecía y enseñaba los signos de las pruebas y sufrimientos, a los ojos de Dios su alma rejuvenecía y se alegraba. Era precisamente este contraste lo que edificaba a los que estaban a su alrededor. A veces, verle desde el fondo de la iglesia, fatigosamente arrodillado en el sólito banco, hacía pensar al hombre que está a punto de ceder a las agresiones de la tierra. Pero luego, cuando volvía de la comunión, en los ojos conservaba aún más aquel relámpago de atención que no puede ceder ante ciertas brutalidades de la realidad porque posee la clave celeste para comprenderlas, y se deja alcanzar sólo por lo inevitable.
En esos momentos, era perceptible también para ojos profanos que ese hombre de cuarenta y cinco años se estaba encaminando hacia la muerte así como profesaba su fe: morir como había pensado, escrito y enseñado, morir como había vivido. En un mundo cansado por la demasiada gente que acaba por creer como vive, Mario quiso vivir hasta el fondo según su fe. Esto lo hizo cada vez más joven y alegre a los ojos de Dios y a los ojos de los que supieron mirarlo con al menos algo de su misma fe.
De otra manera, en su muerte sólo se podría leer el capricho de una suerte irónica y cruel. Sin embargo, gracias a Dios, tiene razón el cardenal Newman cuando, en su sermón Sobre el significado de la existencia, dice: “A mi parecer, el término desilusión es el único capaz de expresar lo que sentimos ante la muerte de los santos de Dios. Si nuestra fe no es lo suficientemente viva como para penetrar más allá de la tumba e intuir el futuro, nos sentimos deprimidos a causa de la que parece ser una derrota de la grandeza. No obstante, es justo a partir de este sentimiento que, como por contradicción, conseguimos extraer algo de esperanza, porque si esta vida es así de decepcionante y así de incompleta, ciertamente ella no lo es todo”. Esta muerte y este modo de morir son un táctil y perenne testimonio de lo concreto de la vida eterna, son como un sacramento de la certeza que lo esencial queda invisible a los ojos. Pero, ciertamente, no se pueden eludir las preguntas sobre por qué justamente Mario y por qué precisamente en este momento. En los últimos tiempos, viendo acercarse el fin, hablábamos de ello, como siempre con sencilla familiaridad.
“Mario, todos rezan pidiendo el milagro y yo también espero que te cures. Pero, ahora, sólo consigo rezar para que tú puedas unirte hasta el fondo con la voluntad del Señor, cualquiera que sea… Luego pienso que, si Él te querrá consigo, lo hará para ahorrarte lo que pronto tendremos que ver fuera y, sobre todo, dentro de la Iglesia”. “¿Crees que, de verdad, será así?”, y temblaba por su Iglesia. “Mario, más rezo y más me convenzo de que, si te mueres, será porque el Señor te quiere muchísimo…”
Quizá un diálogo incongruente para oídos mundanos. Sin embargo, no podía tener dudas sobre cómo acabaría desde que un sacerdote amigo nuestro me confesó que había ofrecido su vida a Dios a cambio de la de Mario, pero sin éxito, sin respuesta. “Yo soy un pobre párroco rural, valgo poco y no tengo familia. Él tiene a una mujer, cuatro niños y está haciendo un montón de bien a la Iglesia… Pero, evidentemente, el Señor tiene otros planes”.
Mario también sabía cómo acabaría, lo sabía antes que nadie, mejor que nadie. Y percibía que el tiempo procedía cada vez más rápido. Luego llegaría el momento supremo y solemne, pero antes deberíamos despedirnos junto con nuestras respectivas familias. El domingo antes del de su muerte, quiso que fuéramos a cenar a su casa. Una velada especial en su normalidad. Él estaba sentado a la mesa, en su sitio, honrando a los huéspedes de manera esmerada, sin una lamentación. Sólo el antojo gentil de poner la mesa con la vajilla buena, porque la de plástico propio no era de recibo. Todos sabíamos que aquella sería la última vez que nos reuniéramos con nuestras familias. Lo decían las miradas y las atenciones discretas, que en nada contradecían el desarrollo alegre y sonriente de una noche dominical pasada entre amigos que se quieren.
La semana siguiente. Estaría arrodillado cerca de su cama, rezando las oraciones de los moribundos. “Proficiscere, anima christiana de hoc mundo in nomine Dei Patris omnipotentis, qui te creavit; in nomine Iesu Christi, Filii Dei vivi, qui pro te passus est, in nomine Spiritus Sancti, qui in te effusus est, in nomine gloriosae et sanctae Dei Genitricis Virginis Mariae…”. Sal, oh alma cristiana, de este mundo en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, el Hijo del Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que se derrama sobre ti, en el nombre de la gloriosa y santa Madre de Dios, la Virgen María …
En la dolorosa y atormentada agonía, de vez en cuanto conseguía mirar a los que le rodeaban. Para pedir ayuda y consuelo, sin duda, pero seguramente también para prodigarlos, para decir que todo se estaba cumpliendo tal y como había deseado y había pedido al Señor. “Libera, Domine, animam servi tui ex omnibus periculis inferni, et de laqueis poenarum, et ex omnibus tribulationibus…” “Libera Señor al alma de tu siervo de todos los peligros del infierno, de las ataduras de las penas y de todas las tribulaciones… Como liberaste a Enoc y Elías… Como liberaste a Noé… Como liberaste a Abraham… Como liberaste a Job… Como liberaste a Isaac… Como liberaste a Lot… Y después a Moisés, a Daniel, a los tres muchachos, a Susana, a David, a Pedro y Pablo, a la beatísima Tecla. No te acuerdes, Señor, de las culpas y las ignorancias de mi juventud… Quese abran los cielos, qué se alegren con él los Ángeles…” Parecen interminables, las oraciones de los agonizantes, cuando se leen en el breviario. Sin embargo, vuelan como un soplo cuando se recitan al lado de un hombre que está a punto de comparecer ante el juicio de Cristo, para que las estreche en su mano como un último don.
Luego, poco después de las diez de la noche, Annamaria nos invitó a entonar la “Salve Regina” “que le gusta tanto”. Junto con la madre de Mario y dos vecinas, cantamos la Salve con la certeza de que el Cielo ya estaba abierto. “… O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria”. No hubo tiempo de empezar el “Gloria Patri”. Fue el último respiro, justo como fue para Gilbert Keith Chesterton tras el canto dulcísimo elevado por el padre McNabb.
Todo esto para decir como muere un cristiano.
Alessandro Gnocchi
Original en Corrispondenza Romana traducido por Tradición Digital